Ahora que las empresas están interesadas en retener el talento, hay una oportunidad para que reflexionen sobre el sentido de sus proyectos

Guillermo Dorronsoro, director en Zona Norte de Ibermática.
La disrupción tecnológica siempre introduce un desequilibrio. Las empresas que la dominan adquieren una ventaja en el mercado sobre las que todavía no la han incorporado, y eso cambia el mapa de la oferta. A veces también transforman el mapa de la demanda, porque vienen a satisfacer necesidades que hasta ese momento no existían (o existían con otro formato).
Los cambios pueden llegar a afectar también a los modelos de negocio, a los procesos, y acaban en muchos casos por afectar al contenido del puesto de trabajo de las personas.
Luego esa tecnología se generaliza, y deja de convertirse en fuente de ventaja competitiva, porque todos la dominan. Se alcanza una nueva situación de equilibrio, hasta que llega otra disrupción y vuelta a empezar.
Schumpeter en su libro “Capitalismo, socialismo y democracia” hizo popular el término “destrucción creativa” para referirse a este proceso (en realidad, lo había acuñado un sociólogo, Werner Sombart). En este libro, vino a decir que la combinación de “destrucción + creación” era el hecho esencial del capitalismo.
Ocurre ahora que estos cambios se están acelerando, se producen cada vez con más rapidez e intensidad, y eso hace que las empresas y las personas tengan una cierta sensación de inseguridad, de precariedad. Somos seres vivos y el instinto de supervivencia nos alerta cuando se producen desequilibrios en el ecosistema que nos mantiene.
Gracias a esa tensión somos capaces de adaptarnos, de cambiar nuestros hábitos y buscar ese nuevo punto de equilibrio que nacerá cuando la destrucción ceda el paso a la creación. La teoría dice que todo esto es para bien, porque cuando medimos la riqueza creada (el PIB, por ejemplo), vemos que sigue creciendo. Así que tanto ajetreo merece la pena…
Aunque otros indicadores no son tan positivos. La UNESCO acaba de publicar este mes de Mayo un informe de evaluación global sobre biodiversidad, que dice que aproximadamente un millón de especies están llevando mal el impacto de estos cambios acelerados sobre su medio natural, y están en peligro de extinción (si tenemos en cuenta que el total de especies distintas es de poco más que 8 millones, el dato es preocupante).
Los seres humanos podemos acabar en esa lista de especies en extinción si no andamos con un poco de cuidado, porque además de riqueza y PIB, las personas necesitamos también del medio natural. Más todavía, necesitamos sentido, entender qué hacemos aquí y cómo eso nos puede hacer felices a nosotros y a nuestros descendientes.
Y con estos cambios acelerados, vivimos horas bajas de ese sentido. El precio que pagamos en precariedad e incertidumbre, en destrucción de los ecosistemas no nos parece razonable para la escasa y mal distribuida riqueza que estamos creando.
Ahora que las empresas están interesadas en retener el talento, hay una oportunidad para que reflexionen sobre el sentido de sus proyectos. Está bien que sean capaces de generar beneficios de manera sostenida en tiempo, eso sin duda reduce en parte la incertidumbre.
Y también que en la distribución de esa riqueza exista transparencia y una cierta equidad. La retribución sigue siendo un componente esencial de la motivación de las personas.
Pero si además la empresa tiene un propósito, un sentido más allá de jugar a este juego de las sillas que viene a ser la destrucción creativa, las personas podrán sentir que contribuyen a ese fin y construirán lazos más profundos con el proyecto. Serán más felices y trabajarán con su inteligencia y con sus emociones, pondrán más de sí mismos.
Charles Handy, un “gurú del management” que ya te he recomendado en alguna ocasión, va un poco más allá en esta reflexión: “Si el propósito de la empresa es sólo obtener beneficios, esa empresa es un fracaso. Una empresa sólo tiene sentido si mejora la vida de las personas, no solo sus beneficios”.
No es una cita al azar, Handy ha escrito mucho sobre este tema, precisamente porque veía que cada vez más empresas se dejaban arrastrar por la lógica implacable de la cuenta de resultados, y exclusivamente por ella. Y luego se quejaban de la escasa fidelidad de sus empleados, de la falta de compromiso con el proyecto.
Igual que se nos olvida a veces que no tenemos más que un planeta Tierra (al menos de momento), se nos olvida que quienes construimos las empresas somos personas (también de momento, cuando solo queden robots no sé qué pasará…). Piensa en ello y si no sabes que leer este verano, puedes empezar con “El espíritu hambriento”, de Charles Handy.